sábado, 5 de junio de 2010

Ley Saenz Peña

ACTIVIDADES
En parejas, lean el texto que describe el perfil de un supuesto actor social. Expliquen cuál es la posición que asumiría este personaje frente a la sanción de la Ley Saenz Peña. Señalen a qué sector social pertenece y a qué partido político adhiere. Preparen una presentación para el grupo total, poniéndose en el lugar del actor social correspondiente.

Mi nombre es Luis Zuberbuller

Fui presidente de la Bolsa de Comercio en varios períodos. Formé parte de muchas comisiones, invitado por el presidente de la República, entre ellas la que revisó las tarifas aduaneras y la que estudió la organización del Puerto de Buenos Aires. Soy dueño de varias estancias de la Provincia de Buenos Aires, vicepresidente de una compañía de seguros y director de un banco. Poseo muchas propiedades.
En este momento se abre en Buenos Aires un debate. Todos los diarios dedican sus páginas a recoger variadas opiniones al respecto. Las reuniones sociales en Buenos Aires se han convertido en discusiones muy encontradas y conflictivas: viejos amigos enfrentados, familias peleadas.
Algo, sin embargo, une a todos los participantes: mantener alejado al pueblo criollo no gringo de la vida política es un acierto, ya que no está capacitado para votar, porque el voto debe ser un privilegio de gente culta, es decir, de la gente adinerada.
La forma de ejercicio del poder actual no está en discusión en nuestras reuniones. Este Estado, que nos costó sangre y mucho esfuerzo construir, llamado por nuestros enemigos “oligárquico” no debe desaparecer ni ser cambiado por otro: peligrarían nuestros derechos.

Mi nombre es Joaquín Cuello

Mi padre nació en Buenos Aires, lo mismo que yo. Fue empleado público, cargo que heredó de su padre, también criollo. Tanto mi abuelo como mi padre apoyaron siempre a los gobiernos que se fueron sucediendo en los últimos años en nuestro país. Siempre encontraban argumentos y sobre todo siempre, decían que ellos recibían beneficios del “milagro económico”.
Mi padre era muy amigo de Rosendo García, el caudillo conservador del barrio en que vivíamos. Siempre que lo necesitó recibió el favor personal (nunca quedaba muy claro a cambio de qué): un ascenso en el trabajo, un crédito para arreglar la casa, un lugar en el hospital durante la enfermedad del abuelo.
Cuando lo aprieto un poco, sólo puede contestarme que admira la figura paternal y la habilidad de hacer política de Rosendo García: el “caudillo” del barrio. Le gusta ser invitado a los asados y sobre todo admira la ropa que usa y su sombrero.
En estos días que comenzó el debate por la Reforma Electoral, cerca de nuestra casa se abrió un comité radical. Me atraen las ideas de Alem e Yrigoyen y aunque su forma de hacer política electoral para ganarse votos es bastante parecida a la de los conservadores, me gusta asistir a las conferencias y mitines que organizan, cantar el Himno Nacional y escuchar las marchas militares.


Mi nombre es Ramón Santamaría

En todos los ámbitos de la República, la firma “Santamarina e Hijos” es reconocida como una de las empresas más poderosas y mejor conceptuadas del país. Nos dedicamos al comercio de importación y exportación, administramos propiedades y estancias, somos propietarios de campos en varias provincias y en los últimos años gran parte de nuestros capitales están siendo dirigidos hacia la industria textil, donde vemos grandes posibilidades de incrementar nuestro capital.
Mis hijos, bien ubicados en puestos importantes del gobierno, preocupados por la situación social que vive el país, comenzaron ya hace un tiempo, en la cena familiar, a conversar sobre la necesidad de producir algunos cambios que mejoren las instituciones y legalicen situaciones para proteger mejor nuestros privilegios y conservarlos en buena ley.
Uno de mis hijos se acercó a un grupo que se llama a sí mismo “modernista”, que dice representar el “afán purificador de las instituciones”.
Hoy contaba mi hijo mayor que Carlos Pellegrini, en una conversación en el Club del Progreso al que concurre habitualmente, había hablado claramente: modificar las reglas del juego quizás haría que la mayoría prefiriera una posición moderada en un régimen más abierto y legal.

Me llamo Juan Fernández

En 1880 mis padres emigraron de España. La Argentina facilita la inmigración. Instalados en el campo y sin posibilidades de acceder a la propiedad de la tierra mis padres logran arrendar algunas hectáreas. Allí nazco yo y mis cuatro hermanos.
En 1889, los matones al servicio del Régimen asesinan a mi padre al salir de una reunión en la Sociedad de Socorros Mutuos que había organizado con sus paisanos españoles. Después comprendí que el Régimen no repara en medios para conservar el poder.
Nos trasladamos con mi madre y mis hermanos a Buenos Aires pensando encontrar trabajo. Pero la realidad no fue fácil para nosotros. Me empleé primero como mandadero en un almacén de barrio, vecino del conventillo en que vivíamos. Con mucho esfuerzo pude terminar la escuela. Mi máxima aspiración era ser doctor. Vivíamos con la ilusión del ascenso social ser de clase media. Pero no pudo ser. Fui peón de albañil. Después albañil. Viví el fraude y la violencia.
Poco a poco fui comprendiendo cuáles eran mis derechos como hombre y como ciudadano. Me acerqué al Partido Socialista. Festejé con mis compañeros el triunfo de Alfredo Palacios en las elecciones de 1904. Mi escuela fueron las manifestaciones por mejores condiciones de trabajo y las conferencias y cursos a los que concurría periódicamente: el Partido se preocupaba especialmente de elevar la cultura y la conciencia de sus afiliados.
Hoy toda la sociedad discute la Reforma Electoral. Yo creo que el Régimen, para evitar el estallido social, se ve obligado a establecer el voto universal, secreto y obligatorio.

Soy Juan Vítori


Llegamos desde Italia a fines del siglo pasado, mi padre, mi madre y mis hermanos. Fuimos a vivir a la Boca, en un antiguo conventillo en el que hoy vivimos… Es aquí, en nuestra vivienda donde por primera vez escuché, leído por un vecino español, un artículo del diario “La Protesta”. Pocos sabían leer y era común que en las noches nos reuniéramos todos, hombres, mujeres y chicos a escuchar.
Todavía hoy recuerdo que en medio de los festejos del Centenario, hace aproximadamente dos años, todas las noches, esperábamos con ansiedad el regreso de los hombres que vivían con nosotros: las huelgas y las manifestaciones callejeras terminaban casi siempre en represión y violencia, con presos, heridos y algunas veces también muertos. Las leyes dictadas en esos años, la de Residencia y la de Defensa Social, eran una permanente preocupación.
Hoy todos discuten la Reforma de la Ley Electoral. Todos los partidos políticos, los ricos y los pobres, los que pueden votar y los inmigrantes, a quienes no les preocupa naturalizarse. También las mujeres, que no votaron nunca y a quien nadie tiene en cuenta en esta situación.
Yo no creo que esos políticos cínicos, desvergonzados, impostores y farsantes, quieran realmente alguna reforma. Los ratos libres que me deja el trabajo, los dedico a hacer campaña “antielectoral”.

Soy Lucía Sanchez

Nací en Buenos Aires, al igual que el resto de mis hermanos. Somos hijos de inmigrantes españoles que vinieron a estas tierras con muchas ilusiones y demasiadas necesidades. Conseguir trabajo para los varones de la familia se hizo muy difícil y por fin cuando lo conseguían, el sueldo que ganaban no nos alcanzaba. Así fue como me decidí a buscar trabajo para ayudar a mi familia. Don Manuel, el dueño del taller de camisas de la cuadra, me contrató para pegar cuellos en el turno tarde. Tengo que reconocer que estoy un poco cansada, ya que por la mañana ayudo a mi madre con las tareas de la casa, y cuando vuelvo del taller me quedo cosiendo hasta muy tarde para algunas clientas que conseguí en el barrio.
Los otros días, mientras lavaba los platos, escuché que mis hermanos opinaban acerca de las ventajas que traería la nueva ley electoral, ya que ahora los trabajadores argentinos podrían expresar su opinión mediante el voto. Yo me quedé pensando en esto y al día siguiente comenté lo que había escuchado a mis compañeras del taller, preguntándoles por qué nosotras no podíamos votar si trabajábamos tanto o más que los hombres. La mayoría se rió diciéndome que estaba loca; otras, muy asustadas y haciéndome cruces, me acusaban de anarquista (…).

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